Óscar Arnulfo Romero Galdámez, arzobispo de San Salvador, celebraba la misa en un hospital de su diócesis cuando un escuadrón paramilitar irrumpió en el templo y acabó de un disparo con su vida. Con el asesinato de Romero aquel 24 de marzo de 1980 la guerra civil que se desataba en El Salvador producía una de sus escenas más desoladoras, y la Iglesia Católica pagaba uno de los precios más altos de los que ha debido pagar por su lucha contra la violencia en América Latina.
El Romero que se hizo cargo del arzobispado de San Salvador no tenía precisamente el perfil de un revolucionario; practicaba más bien una forma sencilla de piedad y, como lo haría hasta el final de sus días, guardaba una enorme lealtad a la jerarquía de la Iglesia. Pero el obispo Romero tenía, además, algo que podía pasar inadvertido y sin embargo iba a convertirle en el creyente y líder que fue: una profunda disposición para dejarse enseñar sobre los misterios divinos acercándose compasivamente a las realidades humanas. Ese era quizás el rasgo fundamental de su fe. Sigue leyendo